Esta llama viva, saliendo del Fuego central, teje para sí misma cubiertas, dentro de las cuales mora, y se convierte de este modo en la triada; Atma, Buddhi, Manas, el yo inmortal.
Este emite su rayo que encarna en materia más grosera, en el cuerpo de deseo o elementos kámicos, la naturaleza pasional, y en el doble etéreo y en el cuerpo físico.
La inteligencia inmortal, antes libre, aprisionada, sujeta y encadenada de este modo, trabaja pesada y laboriosamente por medio de las vestiduras que la envuelven. En su propia naturaleza permanece siempre el Ave libre de los Cielos; pero sus alas están plegadas a sus costados por la materia en que se halla sumergida.
Cuando el hombre reconoce su naturaleza propia inherente, aprende a abrir algunas veces las puertas de su prisión y se escapa de ella; primeramente aprende a identificarse con su triada inmortal y se levanta sobre el cuerpo y sus pasiones a una vida mental, pura y moral; luego reconoce que el cuerpo que ha conquistado no puede mantenerle prisionero, y abre la puerta del mismo y entra en la luz de su verdadera vida.
Así, cuando la muerte le abre la puerta, ya conoce el país en que entra por haber estado antes en él por su voluntad.
Por último, sigue adelantando hasta que aprende el hecho, de importancia suprema, de que la "vida" no tiene nada que ver con el cuerpo ni con este plano material, aquella vida es su existencia consciente, no interrumpida ni de posible interrupción; y los breves intervalos en la misma durante los cuales mora en la tierra no son sino una pequeña fracción de su existencia consciente, durante la cual, además tiene menos vida a causa de las pesadas envolturas que le sujetan.
Pues sólo durante estos intervalos (salvo en casos excepcionales), puede perder por completo la conciencia de la vida continuada, al estar rodeado por aquellas envolturas que le engañan y ciegan a la verdad de las cosas, haciéndole ver real lo que es ilusorio, y estable lo que es transitorio.
La luz reina en el Universo, y en la encarnación salimos de ella, para entrar en el crepúsculo del cuerpo y no poder ver sino confusamente, mientras permanecemos en nuestra prisión; a la muerte, salimos de la prisión de nuevo y entramos en la luz, quedando así más cerca de la realidad.
Cortos son estos períodos crepusculares, y largos los de luz; pero en nuestro estado de ceguera llamamos vida a este crepúsculo, que creemos es la existencia verdadera, a la vez que llamamos muerte a la luz y temblamos ante la idea de entrar en ella.
Giordano Bruno, uno de los más grandes maestros de nuestra filosofía en la Edad Media, describió admirablemente la verdad respecto del cuerpo y del hombre.
Del hombre verdadero dice: "Estará presente en su cuerpo de tal modo, que la mejor parte de sí mismo estará ausente de él y se unirá por medio de sacramento solemne a las cosas divinas, de una manera tal, que no sentirá ni amor ni odio por las cosas mortales. Se considerará como amo, y, por tanto, no deberá ser el servidor ni el esclavo de su cuerpo, que mirará sólo como la prisión que mantiene su libertad confinada, como la liga que pega sus alas, como cadenas que atan firmemente sus manos como postes que fijan sus pies, como velo que ciega su vista.
Que no sea ni servidor, ni cautivo, ni cogido en el lazo, ni encadenado, ni perezoso, ni incapaz ni ciego, pues el cuerpo que abandona no puede tiranizarle; de manera que así, el espíritu se le presenta, en cierto modo, como el mundo corporal, y la materia se encuentra sometida a la divinidad y a la naturaleza".
Cuando de este modo llegamos a considerar el cuerpo, y ganamos nuestra libertad por la conquista del mismo, la muerte pierde para nosotros todos sus terrores, y a su contacto, el cuerpo se desprende de nosotros como un vestido, y fuera de él permanecemos erguidos y libres.
El Dr. Franz Hartmann escribe lo siguiente sobre estos mismos pensamientos: "Según ciertas opiniones de Occidente, el hombre es un mono desarrollado. Según las ideas de los sabios indios, que también coinciden con las de los filósofos de las edades pasadas y con las enseñanzas de los místicos cristianos, el hombre es un Dios que está unido durante su vida terrestre por medio de sus propias tendencias carnales, a un animal (su naturaleza animal).
El Dios que mora en él, dota al hombre de sabiduría. El animal lo dota de fuerza. Después de la muerte, el Dios se liberta del hombre separándose del cuerpo animal. Como el hombre lleva dentro de si esta Conciencia divina su deber es luchar contra sus inclinaciones animales y levantarse por encima de ellas con la ayuda del principio divino, tarea que no puede llevar a efecto el animal, y la cual, por tanto, no se exige a éste". El "hombre", usando la palabra en el sentido de la personalidad que le da la última parte de la anterior sentencia, es inmortal sólo condicionalmente; el hombre verdadero, el Dios se liberta y con él va la parte de la personalidad que se ha elevado a unirse con lo divino.
El cuerpo, abandonado de este modo al tumulto de las innumerables vidas mantenidas antes en sujeción por Prana, actuando por medio de su vehículo el doble etéreo, principia a decaer, es decir, a desorganizarse, y con la desintegración de sus células y moléculas, sus partículas pasan a formar parte de otras combinaciones.
A nuestra vuelta a la tierra, podremos encontrar otra vez algunas de aquellas mismas vidas innumerables que en una encarnación anterior hicieron de nuestro cuerpo su morada pasajera; pero por ahora no nos ocupamos sino de la desorganización del cuerpo, cuyo último aliento vital ha concluido y cuyo destino es la desintegración completa. Así, pues, para el cuerpo físico la muerte significa la disolución como organismo, el aflojamiento de los lazos que unían a los muchos en uno solo.
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